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martes, 29 de enero de 2013

Historia de todos los días.


Regreso de la escuela y de mis estúpidos compañeros, todos unos superficiales que sólo les importa el dinero y la apariencia, lo que llevas puesto y lo que tienes. Esa gente hace que apriete mi pecho contra mis pulmones, que mis manos vayan formando puños involuntariamente, que mi mente se vaya llenando de una furia y que tenga que cerrar los ojos para poder relajarme. Que respire profundamente y contenga mi respiración para que no explote de ira. Lo único que quiero llegando a mi casa, es un lindo saludo de mi madre, un “¿Cómo te fue?” de mi padre, así para que tenga con quien compartir mi ira.  Pero nada, regresé, abrí la puerta y nada cambio en la casa. Caminé hacía la sala, y nada, todo seguía en silencio. Mi padre seguía en sus asuntos, mi madre estaba al teléfono platicando con la vecina. Mi única familia me ignoraba y no les importaba, digo mi única familia porque no tengo hermanos. Entonces al llegar y ver que nadie se preocupaba por mí, decidí irme a mi cuarto y encerrarme como lo hacia diariamente. Al subir las escaleras y oír a mi madre decir desde la cocina que cómo le había ido al hijo de la vecina en la escuela, sentí una ira, mi pecho se contraía, pero luego la ira la iba expulsando con lagrimas brotando de mis ojos. Como no quería que alguien me escuchara comencé a ir deprisa, abrí la puerta de mi cuarto y entré. Cerré la puerta atrás de mí y me recargué por unos instantes. Mi pecho se contraía varias veces, escapando unos gemidos de mi boca. Las lágrimas seguían corriendo y tenía la cabeza caía, porque no quería que me vieran, aunque sabía que estaba solo. Levanté mi cabeza y miré mi cama, era mi santuario, siempre llegaba triste, desolado, mal pero una hora en mi cama y toda mi expresión cambiaba a positiva. Ahí reflexionaba y pensaba en las cosas buenas, aunque fuesen pocas, que mis papas habían hecho por mí, un ejemplo claro, darme la vida. Pero ya estaba cansado de seguir esa fea rutina, sin embargo tenía que volverla a hacer. Corrí hacía mi cama y me hinqué sobre ella, agarré mi almohada y me quedé ahí. La apreté con fuerza hacía mi pecho y traté de olvidar todo. Toda mi ira traté de transmitirla a mi almohada. La volví a apretar contra mí. Me di la vuelta y observé la puerta. Esa estúpida puerta, me recordaba a lo que había sucedido pocos minutos antes. Me recordaba a los días que la azoté y que salí corriendo. Me daban ganas de arrancarla, quemarla, morderla ¡No quería verla! Lo único que pude hacer fue lanzar con toda la ira que tenía, la almohada, sabía que no podía hacer ningún daño, pero quería demostrarme que podía hacer algo. Volví a ver la puerta y trate de relajarme. Respiré profundamente varias veces, tratando de oxigenar mi cerebro para pensar lógicamente. Volteé hacía mi buró y vi la foto de mis padres.  En ese instante toda mi tranquilidad se fue, las ganas de llorar comenzaron a surgir. Tomé la foto con mis manos y la contemplé un rato. En ese instante esa imagen me producía varias sensaciones. Pero la que me dominaba más era el odio. Azoté la foto contra mi cama intentando hacer algún daño hacía las personas que se proyectaban en ella. Después de dar otra gran respiración volvía a poner la foto frente a mis ojos. Ahora me dominaba la tristeza, ver esas personas felices me dolía. El pensar de cómo habíamos pasado de una familia perfecta a una asquerosa, me hería, como un cuchillo clavado en mi pecho, y también me cortaba la respiración como tener un bloque de mármol sobre mi pecho. Volvía tirar la fotografía pero ahora con más delicadeza. Ocupaba una solución rápida, algo que me distrajera y que me hiciera sentirme feliz, algo que me sacara toda la mierda que tenía en mi cabeza. Agarré mi celular, estaba sobre el buró. Marqué varios números para poder contactarme con un amigo. Un amigo, el cual se le facilitaba conseguir heroína. La heroína, una droga que te da una felicidad artificial, pero era mucho mejor sentir algo de alegría a sentir nada. Le pregunté que si podía ir a su casa, para consumir heroína, él accedió y decidí marcharme. Mis padres no me preocupaban, ya que ni siquiera preguntarían a dónde iría. Salí decidido de mi cuarto, azotando mi puerta por última vez, como si no volviera a regresar. 

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